martes, 30 de agosto de 2016



La Mujer Camaleón. (Camaleonwoman)
                                                                                                                             Carlos Pérez Mujica

I
De niño tuve la fortuna de vivir parte de mi infancia en el patio de la casa de mis abuelos. Era un espacio amplio, lleno de árboles frutales, de naranjos, mandarinos, guanábanos, con un aguacate que producía los frutos más cremosos, los más gustosos que he comido, en un recodo, un pequeño cambural de donde eclosionaban por temporadas decenas de morrocoyitos. Jaulas con pájaros en donde turpiales, gonzalitos, azulejos, arrendajos y paraulatas, pico e’ platas, chirulíes, loros y algunas guacamayas competían por deslumbrar con sus colores, con sus cantos y sus acrobacias. Un corral con gallinas, gallos, pollitos, pavos, patos, torcaces, codornices y otro en donde hubo conejos, acures y hasta alguna vez un cerdito manchado que era realmente hermoso. Al fondo del gran patio, recostado de una de sus paredes, el abuelo tenía un galpón, un pequeño depósito en donde guardaba gran cantidad de materiales de construcción, pues fue maestro de obra hasta que el polvillo del cemento y el glaucoma acabaron con su vista. Puntales de madera, tablas de encofrar, gruesas tuberías de cemento, carretillas, palas, picos, espátulas, cucharas, niveles, martillos y cabillas, de todo se apiñaba allí conservando cierto orden y equilibrio cósmico. Ese espacio que recuerdo era rico en escondrijos por decir lo menos, fue donde mis primos y yo pasamos las tardes de la infancia jugando trompo, perinola, metras o imaginando que éramos los “Agentes Fantasma” o alguno de los miembros de la Liga de la Justicia.
Apenas bajábamos del trasporte que nos traía del colegio corríamos zaguán adentro, ¡bendición Yeyita!, ¡bendición Yeyito! (que era como le decíamos a los abuelos), nos tragábamos la distancia del largo pasillo, lanzábamos el bulto con los libros y los deberes sobre una silla y seguíamos, pasando de largo por la cocina hasta llegar al solar de los juegos. Cada tarde, cada uno de nosotros -los primos y yo-, tomábamos el nombre de algún superhéroe y comenzábamos a imaginar. Lo malo del asunto era que, quien iba llegando se apropiaba del mejor personaje, del que tuviera mejores cualidades, del más apuesto, del que contara con mayores superpoderes. No había referencias autóctonas en nuestros juegos, no había personajes vernáculos; Superman, el Capitán América, Hulk, Thör el Dios del Rayo, Batman, iban siendo asumidos por cada uno de los chicos que el azar iba dejando en casa de los abue. Éramos tantos los primos que quien llegaba de último debía conformarse con ser Aquaman o tal vez con un poco de suerte Linterna Verde. Imagínense tamaña decepción para un niño, saquen cuenta de la minusvalía de un superhéroe que, en medio del patio de la nona, rodeado por las estribaciones de la cordillera de la costa, encerrado  en el “Valle de las Damas”, a cientos de kilómetros de la costa ¡comenzara a llamar a las ballenas o a sus delfines amigos!
Para contrarrestar mis retardos vespertinos ideé un truco. Yo, era el mayor de todos los críos de una numerosa estirpe, y creo firmemente que fui el primer control remoto de la historia, ¡sí!. En un tiempo de antenas de bigotes papá me ordenaba -independientemente de la hora, del día o del clima- que saliera de la casa a darle vueltas al mástil hasta orientar el espinazo de aluminio hacia el punto donde se obtuviera mayor recepción, mejor imagen. Tiempos aquellos de apenas unos cuantos canales y entonces… iluminado, en algunas de esas salidas técnicas, me inventé un personaje que se veía en un canal sólo recibido en el televisor de mi casa, que era más poderoso que todos los ordinarios: ¡El Hombre Camaleón!, sí, ¡The incredible Camaleonman!, un héroe que adquiría y es más, mejoraba, los poderes que pudieran ostentar otros personajes a los cuales se enfrentaba, fueran estos buenos o malos. No había manera de que los primos me ganaran con ese ardid, ¡Yo, el bien, siempre triunfaba, así el señor Mauricio -chofer del autobús de mi colegio-, hiciera un alto en la panadería a comprar las cosas que para la cena hacían falta en su casa!.
II
Toda esta remembranza me inunda la memoria al analizar la obra de una poetiza trujillana, Wafi Salih, muy ligada a mis afectos. Esta dama constructora de ilusiones, tiene en el don de la escritura el superpoder de mimetizarse, de transmutarse, de adoptar todas las cualidades del personaje, de la faceta de sí misma en la cual se encuentra inmersa, ella es la Mujer Camaleón, ¡The incredible Camaleonwoman! que, de haber estado con nosotros en aquel universo antaño, hubiese no sólo asumido la morfología de cualquier heroína de las historietas o de la vida real, sino que adquiriría sus habilidades y las hubiese potenciado.
Es así, como en perspectiva larga de su obra, olfateamos mezclándose entre las nieblas serranas, la picardía de típico acento montañés presente en la literatura de Wafi: Tomé la hostia/ bebí del cáliz/ porté la cruz/ leí la biblia// Y encontré a Dios/ en el “New York Times”. (Adagio. Publicaciones del Pedagógico de Barquisimeto. Barquisimeto. N° de edición. 1986); uno la observa de soslayo y alcanza a ver como adquiere conciencia de sus raíces, como se insufla inhalando el aliento ultramarino de su abuelo sufí, trasplantada por sus padres en los ya un tanto distantes seis años de edad y asciende con el viento beduino para regresar a nuestra tierra -su tierra-, con el recuerdo libanés, que deja plasmado en sus primeros trazos publicados: En tu piel/ el sol/ lleva el paso/ a ningún lugar// Caminante/ en el futuro/ de una página// Pájaro/ que ha perdido/ el canto// En los desiertos/ helados/ del alma. (Beduino. Los Cantos de la Noche. Universidad de Los Andes. Mérida. N° de edición. 1990). Esta mítica Mujer Camaleón que asume su femineidad a cada paso, bien deja su impronta en el texto: Sacio mi sed/ en la sombra/ de tus bordes/ como una pantera… (Llamas. Los Cantos de la Noche. Universidad de Los Andes. Mérida. N° de edición. 1990) o se confiesa exploradora del placer: Como beduina/ he recorrido/ los desiertos/ de tu cuerpo/ en la noche (Afandi. Los Cantos de la Noche. Universidad de Los Andes. Mérida. N° de edición. 1990), pero al igual juega como una niña en Cielos Descalzos: Juegan los niños/ piedritas por soldados/ les da el camino (Cielos descalzos. Editorial. Ciudad. N° de edición. Año). La patriota irreverente, cansada del absurdo conflicto entre el pueblo de sus orígenes y el sionismo desatado, alza su voz y grita: Recoge Israel, sobre las líneas de mi mano, el cuerpo del Líbano en tus muertos. (He negado mi destino. El Dios de las Dunas. Editorial. N° de edición. Año).
III
A Wafi Salih le calzan los epigramas: En el río los amantes desbordan la inmensidad (www.estampas.com/2011/03/20/la-vida-en-tres-lineas.), y con imágenes que provienen de la hondonada lejana de los recuerdos nos cautiva: Un paraje/ sembrado/ de gladiolos/ en el espejismo/ de la mirada/ inmóvil (Levedad. Las Horas del Aire. Politécnico de Barquisimeto) a la vez que nos hace reflexionar: Este día sin alma detrás de cada puerta/ deja huella de fantasmas (Ángel del Domingo. Con el Índice de una Lágrima. Año. Editorial). Se descubre como arqueóloga escarbando en los secretos de la literatura precolombina, leyendo en la cosmogonía zapoteca rescatada por Galeano (Galeano E. Memorias del Fuego. Siglo XXI Editores, México. 1991), reinventando el mito de la tortuga quien después de suplicarle al zopilote -nuestro fúnebre grácil zamuro- que la sacara del fango que quedó después de pasado el diluvio universal, es elevada por éste a las alturas del cielo, pero que ante sus reiteradas quejas por el mal olor del avechucho, el sepulcral emplumado la deja caer desgranándose en pedacitos al dar estrepitosamente contra el piso. Perdonada de su impertinencia por los dioses, estos deciden reconstruirla y es por esto que vemos ese mosaico de geométricos trazos remendados en su caparazón: Una piedra/ tallada/ de secretos// Lanzada/ lentamente/ al infinito// Frágil/ y resguardada/ como un pedazo/ de Dios/ caído. (Pájaro de Raíces. Editorial. Ciudad. N° de edición. 2002). El manejo fulgurante del idioma que despliega Wafi en sus textos, nos recuerda de inmediato a Giuseppe Ungaretti “conciso e impresionista por excelencia” como los señala Antonio Colinas en el prólogo de El Dolor, refiriéndose a la escritura del alejandrino (El Dolor. Giuseppe Ungaretti. Ediciones IGITUR. Tarragona. Primera edición. 2000), y que es visible en Soledad: Pero mis gritos/ hieren/ como rayos/ la campana frágil/ del cielo// Se hunden/ aterrados o en la parquedad de Mañana: Me ilumino/ de inmensidad (La Alegría. Giuseppe Ungaretti. Cuadernos del Museo. Museo Jacobo Borges. Instituto Municipal de Publicaciones. Caracas. Primera edición. 1996).
Abordar entonces “Ese corsé silábico, tan severo que nos deja sólo tres líneas -en versos libres y sin sobrepasar las diecisiete sílabas-, para confeccionar una historia, describir un paisaje, dibujar un estado de ánimo o incluso para ir un paso más allá dentro de nuestras mentes y manifestar un sentimiento” (Pérez M. C. Haiku Tropical. Editorial APULA. Mérida. Primera edición. 2005) y lanzarse a la exploración del haiku, ha sido una suerte natural para Wafi Salih a quien le cuadra como otro de los hermosos anillos con que engalana la ternura de sus manos.
IV
Cuando se disecciona la escritura de Wafi Salih tras las huellas del haiku desde sus orígenes, tal vez de manera inconsciente pero palpable, se encuentra encriptado entre los versos del poema Extranjero este Senrŷu: No encuentro/ espacio para mi alma/ enmohecida... (Extranjero. Los Cantos de la Noche. Universidad de Los Andes. Mérida. N° de edición. 1990). La naturaleza como tema y protagonista aparece a cada paso por su bestiario personal en Pájaro de Raíces: El sapo/ acerca la charca/ cuando croa. (Vida. Pájaro de Raíces. Editorial. Ciudad. N° de edición. 2002). Le he leído decir a Wafi en una entrevista, respondiendo a una interrogante lanzada por Fabián Soto Rueda donde inquiría “¿Crees que el haiku ofrece una forma de mirar el mundo?”: “Más que mirar, es ver. Tratar de ver con otros ojos, como dicen algunas religiones orientales: ver con el tercer ojo, la voz de la conciencia. El haiku permite ver más allá de lo evidente, un poco como decía el principito: lo esencial es lo invisible a los ojos, lo que en verdad te hace feliz no tiene que estar en grandes cantidades, ni a la mano”.  (Soto R. F. (20 de marzo de 2011). La vida en tres líneas. www. Estampas.com/2011/03/20/la-vida-en-tres-lineas).
Los versos de Wafi Salih se envuelven de un aire pictórico que recuerda vívidamente la poesía de Tanaguchi Buson, mejor conocido como Yosa Buson, nombre que asumió a los 27 años (Buson Y. Selección de Jaikus. Ediciones Hiperión, S. L. Madrid. Primera edición. 1991) y quien como Matsuo Bashö fue un poeta polifacético, y ambos a criterio de Reginald Horace Blyth son “los dos pilares del haiku” (Blyth. R. H. Haiku. Vol. I. Hokuseido. Tokio. 16ª edición. 1968). Buson, quien además de bardo era pintor, le imprimió a sus versos una exquisitez de sensibilidad, una delicadeza de observación una agudeza y pulcritud en la mirada que sólo un pintor podía proporcionar y con eso revolucionó el género. Esa misma elegancia, ese refinamiento, esa atención al detalle típica del artista plástico está presente en la mirada de Wafi Salih, en la manera casi fotográfica de dejar constancia del trozo de naturaleza que le toca inmortalizar: el gato esparció/ del libro de poemas/ unas camelias (Consonantes de Agua. Editorial. Ciudad. N° de edición. Año).
Comenta Ryukichi Terao: “Los Poetas de Haiku se vacían a sí mismos, no en el sentido del nihilismo europeo sino en el sentido budista de Zen, para fundirse en la naturaleza, y de ese estado espiritual corta un pequeño pedazo de la naturaleza en forma de una imagen poética” (Literaturas al Margen. Ediciones Mucuglifo. Mérida. Primera Edición. 2003) y esa precisamente es la actitud que observamos en la literatura de Wafi Salih, una entrega mística casi, cuando escribe: Todo muere/ sin embargo la aurora/ regresa siempre, o cuando apunta: Cerrando/ los ojos se juntan/ todas las noches (Huésped del Alba. Monte Ávila Editores. Ciudad. N° de edición. 2006). Ese encuadre lúdico con que Wafi aborda la observación de la naturaleza y sus fenómenos aparecen una y otra vez en los textos de su reverenciado Huésped del Alba: Las hormigas/ en fila una tras otra/ destino de soldado o Esta mosca/ sobre mi página blanca/ ¿Qué escribe? (Huésped del Alba. Monte Ávila Editores. Ciudad. N° de edición. 2006) y aflora también en los versos de Vigilia de Huesos: Gato travieso/ al borde de mi cama/ ronroneas, o Noche infinita/ detrás de la puerta/ guarda el viento (Vigilia de Huesos. Ediciones Parada Creativa C. A. Barquisimeto. Primera edición. 2010).
Con la inocencia de una niña la pequeña Wafi se asoma por entre los textos y juguetea con las palabras: La plantita/ pisoteada por los caballos/ hoy dio una flor, (Consonantes de Agua. Editorial. Ciudad. N° de edición. Año), En el cielo/ esa nube sigilosa/ sigue mis pasos (Huésped del Alba. Monte Ávila Editores. Ciudad. N° de edición. 2006). Con la misma sutileza, con el mismo clima afectivo con el que Chiyo Ni -la gran poetiza japonesa- desparrama sugerencias en el “Jisei No Ku” que le escribe a su pequeño hijo fallecido: El Cazador de libélulas/ ¿hasta qué región/ se me habrá ido hoy…? (Rodríguez-Izquierdo F. El Haiku Japonés. Ediciones Hiperión, S. L. Madrid. Cuarta edición. 2001), Wafi Salih nos pica la curiosidad tal vez aguijoneando el morbo cuando dice: ¿Quién ha soplado?/ sobre mi viejo camisón/ pétalos de rosa (Consonantes de Agua. Editorial. Ciudad. Año).
V
La política aislacionista del imperio japonés Shogun-Tokugawa (1868-1910) culminó durante el período de la Restauración Meiji (Molina M. N. Historia de las relaciones diplomáticas Venezuela-Japón (1938-2008). Universidad de Los Andes. Ediciones de la Secretaría. Mérida. 2012) y enseguida al abrirse las compuertas del archipiélago nipón hacia el resto del mundo, se aceleró la difusión de la cultura japonesa por todo el orbe. Los “animistas” ingleses y franceses adoptaron el haiku tempranamente como modelo poético pues encontraron en él, gracias a su concisión verbal y a la utilización fulgurante que hacía de las imágenes, la fórmula magistral largamente anhelada, la piedra filosofal de la “Poiesis” griega. Entre nosotros los hispanoparlantes, fue José Juan Tablada el encargado de trasplantar este género literario a tierras americanas. El primer poemario de este mexicano en el que aparece lo que él denominó “poemas sintéticos”: Un día… fue publicado en 1919 en Caracas por la Imprenta Bolívar (Pérez M. C. Haiku Tropical. Editorial APULA. Mérida. Primera edición. 2005). Desde ese momento, el encuentro de las letras hispanoamericanas con el género literario japonés de mayor difusión, ha ido incrementándose de manera acelerada. Poetas de gran renombre en la literatura americana, tanto del norte -de principios del siglo pasado como Erza Pound, F. S. Flint o R. Aldinton o posteriores a la Segunda Guerra Mundial como los representantes de la “Beat Generation” Jack Kerouak, Allen Ginsberg y Lawrence Ferlinghetti- como del sur -entre los que descollan Octavio Paz, Jorge Luís Borges, Rubén Darío, José Watanabe, Mario Benedetti-, o de las letras hispanas -Federico García Lorca, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez-, han sucumbido ante el influjo del haiku.
La disposición a la contemplación que ha de tener el “haijin” -poeta que compone haiku-, se acerca enormemente a la filosofía del Zen. Esa absorción contemplativa del momento y de la naturaleza que rodea al escritor, ha servido como camino para alcanzar el “satori”, es decir la iluminación que busca el practicante del budismo Zen, por lo que el haiku tanto en su creación como en su lectura, se ha convertido en un ejercicio místico, espiritual.  El encanto oculto del haiku se encuentra en el “toriawase”, método mediante el cual se combinan dos temas, dos escenas separadas por una palabra cortante o “kireji” que hace las veces de gozne para articular los dos hemistiquios resultantes y que, se convierten en dos polos con cargas eléctricas opuestas de donde salta ese chispazo que le otorga vida propia a la composición, el “aware” o alma del poema japonés. Por esto al haiku se le define desde siempre como la poesía de la sensación, del “aquí y ahora” que buscaba reflejar Matsuo Bashö. El haiku cabalga entre la poesía y la espiritualidad.
Dentro del haiku tradicional, dedicado a la contemplación de la naturaleza, existe una palabra que hace referencia a la estación del año en la cual se ubica el poema, esta se denomina “kigo” y obviamente a los escritores de la zona tórrida les resulta difícil de encontrar. El trópico subyuga, confunde, todo el año es una eterna primavera, todo es florecimiento, todo frutos en sazón, algunas veces más seca, otras un tanto más húmeda y esa embriaguez que envuelve los sentidos de quien escribe produce creaciones alucinantes, como en los cuadros cargadas de luz de Armando Reverón o como en los lienzos iridiscentes y vibrantes de Paul Gauguin.
El haiku proviene de la independización del “hooku”(verso de arriba), primera estrofa de un “renga” (“canción encadenada”, en donde dos o más poetas contrapunteaban lanzando el primero una pregunta en un verso de 5-7-5 moras y respondiendo el otro con una estrofa de 7-7 moras, en una estela que podía prolongarse indefinidamente), que a su vez proviene del “tanka” (“canción corta” que consta de dos porciones de 5-7-5 y 7-7 moras) que a su vez deriva del “katauta” forma poética cuya estructura se basa en tripletas de 5-7-7- o 5-7-5 moras, elementos similares a las sílabas nuestras que prefiguró la estructura tradicional de la escritura japonesa. A los haiku que no cumplen con el número y la distribución de las sílabas (5-7-5) se les denomina “ziamari”, tal vez por ello Gustavo Pereira nombró a sus poemas cercanos a la iluminación Zen, “somaris”, aunque el poeta José Pérez aclara: “El somari responde a una idea del poema concebido por su brevedad para estimular el intelecto del otro: lector, escucha, destinatario, receptor, pueblo. Éste justifica el empleo de una técnica formal tradicional de buena parte de la literatura clásica universal: china, japonesa… surge de una vibración interior del poeta como consecuencia de su intelección con el mundo, por lo que entrevé motivaciones diversas como el humor, lo amoroso, lo sugestivo, lo ontológico y lo filosófico, entre otros, producto de su experiencia en el acto creador”. (Pérez J. La cosmovisión del Somari. Fundación Editorial El Perro y La Rana. Caracas. 2013).
Desde sus inicios los poetas japoneses dados a la combinación de géneros, llamaron a sus diarios de viajes “haibun” y en ellos dejaron en sus estrofas pasajes hermosísimos que servían de marco a preciosos haiku como en el renombrado Sendas de Oku de Matsuo Bashö traducido en mancomunidad por Octavio Paz y Eikichi Hayashita: “Parto solo hacia las montañas Yoshino, selva verdaderamente impenetrable. Sobre las cimas se adensan blancas nubes y el valle se sepulta bajo la niebla de la lluvia. Aquí y allá se divisan casitas serranas; hacia poniente se oyen los hachazos de los leñadores y el sonido de las campanas hace eco en el ánimo. Desde tiempos remotos, quienes se aventuraban entre estas montañas para apartarse del mundo a menudo se refugiaban y se escondían en la poesía” (Paz O., Hayashiya E. Sendas de Oku. Barral Editores. Barcelona. 1970).
Cuando un haiku se acompaña de alguna imagen, generalmente dibujos sencillos realizados por el poeta-pintor se llaman “haiga” y en la actualidad es frecuente que estos versos sean escoltados por fotografías que ambientan la concisión de un texto que no permite digresiones, que no da pié al pensamiento discursivo, que no transmite conceptos ni expresa deducciones. El haiku es “una intuición que recoge sensaciones inmediatas”. Como léxico emplea fundamentalmente sustantivos, aunque en nuestro continente se ha permitido ciertas licencias. Escribe Natasha Tiniacos en su breve declaración de guerra contra el haiku: “Matsuo Basho separó el hokku del renga, sus composiciones seguían la forma del hokku. Basho confundía los términos hokku y haiku, pero Masaoka Shiki los delineó. El hokku conserva la tonalidad mientras que el haiku es espiritual”… “Mi historia con el haiku es más bien una postura porque obviamente el haiku no está interesado en nosotros, impone sus diecisiete sílabas. A él no le importa nuestra amistad, viene con su medida le guste a quien le guste. Es odioso, el haiku, no tiene título ni alma. Es cerrado, autoritario y obstruido. El haiku es la puerta que no te elige. El haiku no es como un camión cuyos diecisiete cauchos están justificados, el haiku tiene diecisiete sílabas por antojo. El haiku celebra la tradición del antojo y el límite”. (Tiniacos N. La marcha de los sustantivos: haiku. https://natashatiniacos.wordpress.com/2009/03/31/la-marcha-de-los-sustantivos-haiku/). Y aunque no comparto con Tiniacos su claustrofobia literaria, ni su resquemor a las reglas, tomo su discurso porque resulta ilustrativo para entender -casi que por reducción al absurdo-, una serie de elementos puntuales dentro de este género literario. Si bien es cierto que el haiku no tiene título y que trata de ser objetivo en sus descripciones, de conservarse apegado a la realidad sin verter emociones que contaminen el texto, desde el mismísimo Bashö -quien fue monje mendicante y que escribió sus mejores obras en una eterna errancia- con un depurado estilo Zen, permitió que entre líneas -encriptadas-, se asomaran sus creencias. Su más famoso verso: “Furike ya kawazu tobikomu mizu no oto”, El viejo estanque/ salta una rana/ ruido de agua, ni tiene 17 moras, ni es tan inocente como parece. La imagen sirve de coartada para hablar del ciclo de la vida al contraponer el antiguo embalse con la explosión de vida en el más allá después de sumergirse el batracio en el tránsito de la muerte, para renacer de nuevo en las gotas que dan frescura y vida. Sus diecisiete sílabas responden al ritmo interno del hablar japonés, al “yambo” del que hablaban los griegos y por el cual se nos dan tan felices encuentros a los latinos entre sílabas acentuadas y no. Los nipones tan dados a la categorización y a la preservación de sus tradiciones denominaron a los haiku en donde el haijin refleja sus emociones “senryu”, permitiendo que se dote de sentimientos un texto.
“No es el poeta el que escribe el haiku. Es el mundo el que lo escribe”… “un haijin no es un experto en el uso de las palabras sino un individuo particularmente sensible al mundo”. (Haya V. El espacio interior del haiku. Shiden Ediciones AIXA. Primera edición. España. 2004). No se escoge el haiku como género discursivo, él se acerca a ti y permite que juguetees con sus 17 bloques como el niño con su Lego, pero termina por transformar tu mente, por volverla inocente, llenándola de admiración por todo lo que encuentra a cada paso por el mundo. El haiku te deja en modo ingenuo y andas por la escritura con un eterno “¡Mira, mira eso!”, señalando infantilmente los eventos que ocurren a tu lado.
Cuando el renga degeneró, derivó en divertimento cortesano, en una forma de demostrar el dominio del idioma, de las palabras. Matsuo Basoo desmembró su primer verso el hooku, en búsqueda de la partícula poética pulcra, libre de enrevesamientos que, con el tiempo depura los sentidos, expande el alma y la prepara para la contemplación de la naturaleza y sus fenómenos hasta alcanzar la iluminación, el satori, esa paz que lleva a los lectores a ahondar más allá de los versos en busca de esa puerta que nos enseñaron los antiguos y que hoy se encuentra entreabierta insinuándonos que detrás de ella hay un mundo, un universo por explorar, algo más que buscar.
VI
Desde hace mucho sostengo que, gracias al auge con el que ha florecido el haiku en Latinoamérica desde que fuera plantado en nuestras tierras por José Juan Tablada, el trabajo de los “haijines” hispanohablantes le ha dado nuevas fuerzas al género. Entre sus cultores destacan las voces femeninas que han experimentado con él y le han dado el impulso necesario para que nuestro continente se convirtiera en un crisol, de donde surgen múltiples variantes que reavivan este género nipón. El trabajo de las mujeres poetas, con la total independencia de la que ellas gozan en nuestros tiempos, hace vibrar las letras y en particular el haiku. Escritoras venezolanas como Jean Aristiguieta u Oceanía Oraa, Luz Marina Pereira, Raiza Andrade o nuestra admirada poetiza Wafi Salih, han incursionado con éxito en éste género hasta descollar con sus letras en el universo del haiku.
Sirvan estas cuartillas para celebrar a Wafi Salih, quien ha demostrado a fuerza de creatividad y constancia la vitalidad de este género, la versatilidad del haiku y reafirma en cada uno de sus trazos por qué el título bien merecido de ser La Mujer Camaleón.

Carlos Pérez Mujica
Mérida, 21 de febrero de 2016.


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