José Pulido
hojas verdes, hojas nacientes
entre
la luz solar.
En ese haiku de Basho
la palabra “mirar” es un primer mandato y a continuación le sigue “admirar”.
Sentir la maravilla de lo que se ve. ¿Qué debes mirar y luego admirar? Hojas
nuevas que significan un cambio de estación. Y son hojas que no brotan en un
bosque, en un jardín, en un monte: surgen “entre la luz solar”. Allá donde
siempre han dicho que nace el sol.
La poesía breve y
relampagueante que llegó hace tantos años desde el Japón, incita a mirar y a
admirar todo lo que dice, todo lo que esboza y sugiere. El haiku voló como las
aves que emigran y dejó unas cuantas crías cantando en paisajes remotos, en
corazones diferentes.
Octavio Paz comentó
acerca de la estructura de esta breve composición:
“A pesar de su aparente
simplicidad, el haikú es un organismo poético muy complejo. Su misma brevedad
obliga al poeta a significar mucho diciendo lo mínimo. Desde un punto de vista
formal, el haikú se divide en dos partes. Uno da la condición general y la
ubicación temporal y espacial del poema (otoño o primavera, un ruiseñor); la
otra, relampagueante, debe contener una elemento activo. Una es descriptiva y
casi enunciativa; la otra, inesperada. La percepción poética surge del choque
entre ambas. La índole misma del haikú es favorable a un humor seco, nada
sentimental. El haikú es una pequeña cápsula cargada de poesía capaz de hacer
saltar la realidad aparente”.
Se va la primavera,
quejas de pájaros, lágrimas
en los ojos de los peces.
A veces el absurdo salta en el haiku y
hace que el lector reflexione. Mirar lágrimas en los ojos de los peces es un
modo de quedarse atrapado en la poesía. También lo es escuchar quejas de
pájaros. El asunto es que la primavera es tan fugaz como hermosa, inclusive llega
a ser una estación inspiradora de belleza. Para ahondar y aclarar más en el
haiku es necesario seguir consultando a Octavio Paz:
“Se ha
dicho que en
el arte japonés
hay una suerte de exageración de
los valores estéticos que, con frecuencia,
degenera en esa enfermedad
de la imaginación y de los
sentidos llamada «buen gusto», un implacable gusto que colinda en un extremo
con un rigor monótono y en el otro con
un alambicamiento no menos
aburrido. Lo contrario también
es cierto y los poetas y pintores japoneses podrían decir
con Yves Bonnefoy:
«la imperfección es la cima». Esa imperfección, como se ha visto,
no es realmente imperfecta: es voluntario
inacabamiento. Su verdadero nombre es
conciencia de la fragilidad y
precariedad de la existencia, conciencia
de aquel que se sabe
suspendido entre un abismo y otro.
El arte japonés en sus momentos más tensos y transparentes, nos revela
esos instantes de equilibrio entre
la vida y la
muerte. Vivacidad: mortalidad”.
Descubrí el haiku, como
muchos, gracias a Octavio Paz y su acuciosa y delicada traducción de
Basho. Nunca he creído que son poemas
sin pasión, sin mucho sentimiento. Inclusive, nunca he creído que marchan
ajenos a la metáfora, aunque son más descriptivos que el resto de la poesía.
Creo que su gran poder no reside en la brevedad sino en el hecho de que el
lector se siente inmediatamente en la necesidad de interpretarlo o de
participar en lo que parece un juego, en lo que recuerda las delicias de las
adivinanzas infantiles.
Paz también lo ha
expresado: “El Japón no nos ha enseñado a pensar sino a sentir”. Y aclara que la palabra sentir, para los
japoneses, es algo que oscila entre el sentimiento y la idea.
Una autoridad en
cultura japonesa fue Reginald Horace Blyth. Él lanzó una definición casi
perfecta: “El haiku es la expresión de una breve iluminación, en la cual vemos
la vida de las cosas”.
Todo esto sirve para
entrar en un detalle altamente interesante: el haiku en América Latina. El
latinoamericano es todo lo contrario del japonés, porque el budismo influye en
la búsqueda de lo colectivo, de lo no sentimental. Y el latinoamericano es
expresivo, pasional y muchas veces el individualismo surge como razón de vida.
El budista no quiere seguir reencarnando. El latinoamericano desea continuar
viviendo, mirando y admirando para siempre.
Pero eso vehemente que
somos, le ha agregado un matiz al haiku. Un matiz nada despreciable de calidez,
de ternura mestiza. Quizá no es el caso de Wafi Salih porque ella va más allá
en su poesía y creo que actúa como una especie de voz sacerdotal, pero sus
poemas son de un canto prodigioso, unico.
Leyendo su antología uno se siente como extraviado, como perdido en un
bosque interminable rodeado de pájaros que hablan. También es como una borrachera
de frases que te hacen cerrar los ojos y te llevan hasta el lugar que la poeta
desea llevarte. Hasta el mareo divino.
Wafi Salih ha
conseguido un haiku de alta sonoridad, de resonante significado. Ya figura
entre las poetas más destacadas en este tipo de expresión.
Una
lámpara
un
ratón, un hombre
roen
las horas
Este poema dice tantas
cosas. Es como un libro completo. Y sus páginas surgen del propio lector, de su
experiencia, de sus vivencias. Porque Wafi solo ha colocado el botón allí para
ser pulsado.
Lo mismo ocurre cuando
escribe algo que cualquier ser humano ha percibido, pero que seguramente no ha
podido decirlo de esa manera:
Cerrando
los
ojos se juntan
todas
las noches
Wafi Salih atraviesa el
tiempo con su poesía, no se queda en el pasado ni se estanca en el presente.
Ella ha estado macerando su pensar y su sentir hasta conseguir una esencia que
es calor y aroma, que es arquitectura del celaje y sonido de la inmensa
quietud. Todo vacío se distancia en sus poemas. Todo vacío se llena. Ella ha
superado las normas y los esquemas. Se ha dedicado a sembrar la vida con esas
semillas, que indefectiblemente germinan y brotan en el terreno sensible de
quienes se asoman y la leen. De quienes descubren su precioso oficio de poeta
indefinible.
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