Gabriel Jiménez Emán
José
Antonio Ramos Sucre ha sido uno de los escritores venezolanos menos
comprendidos durante la época en que escribió, justamente porque se alejó de
las tendencias elementales de la poesía romántica, de la imitación neoclásica o
modernista (o de su contrario, el válido rechazo vanguardista), e intentó, con
el instrumento de la prosa, escuchar una voz propia para auscultar en su yo
doloroso. Incluso muchos llegaron a no considerarlo poeta porque no escribía
versos. Se nutrió, sí, de las concurrencias menos típicas del romanticismo
inglés o alemán, de su lado fabulante y mítico, para narrar a la vez que
cantar, glosar a la vez que monologar. Siendo su voz atemperada a los rigores
del trópico solar de Cumaná, que le siguieron hasta su muerte en Ginebra, supo
beber de fuentes occidentales que le proporcionaron una cultura literaria –acaso
precoz-- de clásicos leídos en sus lenguas originales, mostrando así una
capacidad asombrosa para descender a sus abismos personales, con una lucidez
que podríamos calificar de aterradora.
Aunque ya Julio Garmendia y Fernando Paz Castillo
habían anunciado su magisterio de prosista en las primeras décadas del siglo
XX, fue después, cuando escritores como Carlos Augusto León y Francisco Pérez
Perdomo, en sendos prólogos, nos anunciaron su gran poder innovador. Después, a
partir de la década de los años 70, ensayos como los de Cristian Álvarez, Víctor
Bravo y Pedro Beroes, contemporizaron su obra en libros enjundiosos y
encomiables, que abrieron nuevos compases interpretativos para releer su obra.
El siglo XX se cerró en Venezuela y América haciendo un casi unánime
reconocimiento a su obra como a uno de los legados capitales de la literatura nuestra,
aún cuando algunos no se sumaran o ignoraran este veredicto.
Ahora, en el siglo XXI, tenemos a una sensibilidad
femenina ocupándose de una valoración del gran cumanés, juntando unos
instrumentos poco comunes en el reto de aproximación a tal obra literaria: una
sensibilidad incandescente y una serenidad en el juicio, que no excluyen visos
de exaltación. En este libro. Ser en
Ramos Sucre, Wafi Salih se ha propuesto adentrarse en la amargura innata de
este poeta, dejándose llevar por la sensualidad que anida en toda mirada
poética vivificadora (apenas debo decir que Wafi es una de las destacadas
poetas venezolanas de hoy, con una obra afincada en la síntesis, y voz propia
que hinca como dardo revelador), para llevar a cabo este develamiento desde la
experiencia del mal, incluyendo a esa otra sensación de estar fuera del mundo que siempre embargó el
ánima de Ramos Sucre para, desde ese límite, ir al encuentro de claves que
rodean el Yo lírico del poeta, valiéndose de varias apoyaturas conceptuales que
hacen más denso su trabajo, en el sentido de justipreciar sus oportunas citas, las cuales realizan un
aporte sustantivo a este proyecto. Por ejemplo, las apoyaturas en Oscar Wilde,
Martin Heidegger, Ling Yutang o Rainer María Rilke no son meras referencias
caprichosas o vanamente eruditas, sino basamentos acoplados de manera natural a lo que la
autora desea hacer ver; en este caso
el develamiento in crescendo de una
condición existencial signada por un fatum.
En el capítulo intitulado “La crítica como creación”, Salih intenta expresar
justamente esto: la imposibilidad de acercarse al poeta como no sea por la vía
sensible, la cual permite realizar transposiciones estéticas o intercambios
simbólicos mediante vasos comunicantes hacia lo germinativo. Lo logra con
creces, pienso, si se toman en cuenta las ideas sugeridas en el capítulo
siguiente, a donde nos remite la ensayista mediante una crítica desprejuiciada,
cuando considera al lector esencialmente
un amante que, como todo amante verdadero, se entrega con apasionado éxtasis a
su sujeto amatorio, quien a su vez correspondería entregar una similar intensidad
afectiva.
A medida que avanzamos en el entresijo de las ideas
dispuestas en este libro, nos damos cuenta de que Wafi está llevando a cabo un
ejercicio hermenéutico; ha venido colocando espejos de ideas en su propio camino
para que éstos reflejen no imágenes precisas de sí mismas, sino para sumar
pequeñas luces al gran cerco del aparecer,
a esa visión última que sólo tendrá arraigo si se toma en cuenta el elemento
oscilante de la conciencia hacia lo órfico, la supranaturaleza, hacia algo
situado más allá de la comprensión deductiva o analítica propia de la ciencia;
antes, se coloca en un estrato (o mejor, en varias capas superpuestas) de un
territorio abonado por la luz, el aire, el agua o el viento: elementos vueltos
sonidos, olores, imágenes, gustos o escarceos táctiles que nos van conduciendo
al centro de una obra rica en leyendas y mitos, capaces de hacernos viajar más
allá de lo circundante, más allá, incluso, de lo escrito.
Introduciendo más adelante el elemento dionisíaco como
método del conocer, Wafi Salih nos hace ver cómo lo oscuro forma parte de toda
obra de arte que se precie de serlo, y cómo lo tenebroso es polo necesario para
la comprensión de la humana naturaleza, donde la experiencia poética, en el
caso de Ramos Sucre, no es puramente
verbal, sino visionaria, y vendría a ser parte fundamental de una
disconformidad con la literatura de su tiempo no sólo por el reto estético que
comporta, sino por el contexto histórico de donde surge en Venezuela: el
autoritarismo de Gómez y sus secuelas represivas.
En varias
partes de su obra, Ramos Sucre hace alusión a esta circunstancia, directa o
indirectamente (es un maestro de lo elusivo), pues si otra característica
observamos en esta obra es que se permite hacer digresiones acerca del existir
humano como parte de un filosofar mayor, usando los personajes del caso; en
este sentido, su célebre Preludio
vendría a ser una suerte de prefiguración de su propia naturaleza: la de ser
destinatario de un particular e
inevitable pathos.
Creo que este aspecto dionisíaco ha sido poco
frecuentado en los estudios que se han realizado sobre Ramos Sucre, y ahora
Wafi pone énfasis en ello para cerrar su ensayo, y situarse luego en un plano
interpretativo sobre el mal tal como
lo entendió Charles Baudelaire. En este
caso, el mal no viene a ser lo malvado o lo diabólico, sino un elemento que desmonta la estructura de la
formalidad vacía de lo entendido por “sociedad”, (el bien, supuestamente), y por ende de la hipocresía y el ocultamiento
burgueses, y exponiendo, por contraparte, el legado de lo popular raigal, de la
fuerza afirmativa de lo celebratorio interno humano, en diálogo con el afuera
cotidiano sin necesidad de intermediarios, valga decir: del funcionamiento
simultáneo de la doble faz institucional. Este gesto me parece muy acorde con
el carácter alucinatorio de buena parte de la obra de Ramos Sucre, poblada de
personajes que ejercitan sus poderes más allá de lo natural: emperadores,
viajeros errantes, mandarines, asesinos, orates, demiurgos, reyes
atribulados o princesas enajenadas
vienen en cada caso a mostrarnos, a través de monólogos o meditaciones, cómo
puede diezmarse la conciencia rutinaria para ofrecernos otros territorios de
alucinación, de imprecaciones o de
vaticinios inesperados. No olvidemos que Ramos Sucre, al final de su camino, se
convirtió también en una suerte de personaje del mundo que creó en su
literatura; un ser enfermizo y delicado en extremo, prendado hasta el delirio
de una prima suya, un insomne al límite de su enfermedad; un hombre confinado
por la incomprensión de su tiempo a sufrir una soledad radical que hubo de
convertirse, por vías de una catarsis de la escritura, en un ideal de belleza.
Todo ello lo sabe Wafi Salih, y es quizá lo que ha
deseado decirnos en este pequeño gran libro.
Gabriel
Jiménez Emán
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