domingo, 2 de agosto de 2015

EL DEVELAMIENTO DE LO OSCURO


                                   
                                          

                                                                                                                             Gabriel Jiménez Emán


José Antonio Ramos Sucre ha sido uno de los escritores venezolanos menos comprendidos durante la época en que escribió, justamente porque se alejó de las tendencias elementales de la poesía romántica, de la imitación neoclásica o modernista (o de su contrario, el válido rechazo vanguardista), e intentó, con el instrumento de la prosa, escuchar una voz propia para auscultar en su yo doloroso. Incluso muchos llegaron a no considerarlo poeta porque no escribía versos. Se nutrió, sí, de las concurrencias menos típicas del romanticismo inglés o alemán, de su lado fabulante y mítico, para narrar a la vez que cantar, glosar a la vez que monologar. Siendo su voz atemperada a los rigores del trópico solar de Cumaná, que le siguieron hasta su muerte en Ginebra, supo beber de fuentes occidentales que le proporcionaron una cultura literaria         –acaso precoz-- de clásicos leídos en sus lenguas originales, mostrando así una capacidad asombrosa para descender a sus abismos personales, con una lucidez que podríamos calificar de aterradora.
Aunque ya Julio Garmendia y Fernando Paz Castillo habían anunciado su magisterio de prosista en las primeras décadas del siglo XX, fue después, cuando escritores como Carlos Augusto León y Francisco Pérez Perdomo, en sendos prólogos, nos anunciaron su gran poder innovador. Después, a partir de la década de los años 70, ensayos como los de Cristian Álvarez, Víctor Bravo y Pedro Beroes, contemporizaron su obra en libros enjundiosos y encomiables, que abrieron nuevos compases interpretativos para releer su obra. El siglo XX se cerró en Venezuela y América haciendo un casi unánime reconocimiento a su obra como a uno de los legados capitales de la literatura nuestra, aún cuando algunos no se sumaran o ignoraran este veredicto.
Ahora, en el siglo XXI, tenemos a una sensibilidad femenina ocupándose de una valoración del gran cumanés, juntando unos instrumentos poco comunes en el reto de aproximación a tal obra literaria: una sensibilidad incandescente y una serenidad en el juicio, que no excluyen visos de exaltación. En este libro. Ser en Ramos Sucre, Wafi Salih se ha propuesto adentrarse en la amargura innata de este poeta, dejándose llevar por la sensualidad que anida en toda mirada poética vivificadora (apenas debo decir que Wafi es una de las destacadas poetas venezolanas de hoy, con una obra afincada en la síntesis, y voz propia que hinca como dardo revelador), para llevar a cabo este develamiento desde la experiencia del mal, incluyendo a esa otra sensación de estar fuera del mundo que siempre embargó el ánima de Ramos Sucre para, desde ese límite, ir al encuentro de claves que rodean el Yo lírico del poeta, valiéndose de varias apoyaturas conceptuales que hacen más denso su trabajo, en el sentido de justipreciar  sus oportunas citas, las cuales realizan un aporte sustantivo a este proyecto. Por ejemplo, las apoyaturas en Oscar Wilde, Martin Heidegger, Ling Yutang o Rainer María Rilke no son meras referencias caprichosas o vanamente eruditas, sino basamentos  acoplados de manera natural a lo que la autora desea hacer ver; en este caso el develamiento in crescendo de una condición existencial signada por un fatum. En el capítulo intitulado “La crítica como creación”, Salih intenta expresar justamente esto: la imposibilidad de acercarse al poeta como no sea por la vía sensible, la cual permite realizar transposiciones estéticas o intercambios simbólicos mediante vasos comunicantes hacia lo germinativo. Lo logra con creces, pienso, si se toman en cuenta las ideas sugeridas en el capítulo siguiente, a donde nos remite la ensayista mediante una crítica desprejuiciada,  cuando considera al lector esencialmente un amante que, como todo amante verdadero, se entrega con apasionado éxtasis a su sujeto amatorio, quien a su vez correspondería entregar una similar intensidad afectiva.
A medida que avanzamos en el entresijo de las ideas dispuestas en este libro, nos damos cuenta de que Wafi está llevando a cabo un ejercicio hermenéutico; ha venido colocando espejos de ideas en su propio camino para que éstos reflejen no imágenes precisas de sí mismas, sino para sumar pequeñas luces al gran cerco del aparecer, a esa visión última que sólo tendrá arraigo si se toma en cuenta el elemento oscilante de la conciencia hacia lo órfico, la supranaturaleza, hacia algo situado más allá de la comprensión deductiva o analítica propia de la ciencia; antes, se coloca en un estrato (o mejor, en varias capas superpuestas) de un territorio abonado por la luz, el aire, el agua o el viento: elementos vueltos sonidos, olores, imágenes, gustos o escarceos táctiles que nos van conduciendo al centro de una obra rica en leyendas y mitos, capaces de hacernos viajar más allá de lo circundante, más allá, incluso, de lo escrito.
Introduciendo más adelante el elemento dionisíaco como método del conocer, Wafi Salih nos hace ver cómo lo oscuro forma parte de toda obra de arte que se precie de serlo, y cómo lo tenebroso es polo necesario para la comprensión de la humana naturaleza, donde la experiencia poética, en el caso de Ramos Sucre,  no es puramente verbal, sino visionaria, y vendría a ser parte fundamental de una disconformidad con la literatura de su tiempo no sólo por el reto estético que comporta, sino por el contexto histórico de donde surge en Venezuela: el autoritarismo de Gómez y sus secuelas represivas.
 En varias partes de su obra, Ramos Sucre hace alusión a esta circunstancia, directa o indirectamente (es un maestro de lo elusivo), pues si otra característica observamos en esta obra es que se permite hacer digresiones acerca del existir humano como parte de un filosofar mayor, usando los personajes del caso; en este sentido, su célebre Preludio vendría a ser una suerte de prefiguración de su propia naturaleza: la de ser destinatario de un  particular e inevitable pathos.
Creo que este aspecto dionisíaco ha sido poco frecuentado en los estudios que se han realizado sobre Ramos Sucre, y ahora Wafi pone énfasis en ello para cerrar su ensayo, y situarse luego en un plano interpretativo sobre el mal tal como lo entendió Charles Baudelaire. En  este caso, el mal no viene a ser lo malvado o lo diabólico, sino un elemento         que desmonta la estructura de la formalidad vacía de lo entendido por “sociedad”, (el bien, supuestamente), y por ende de la hipocresía y el ocultamiento burgueses, y exponiendo, por contraparte, el legado de lo popular raigal, de la fuerza afirmativa de lo celebratorio interno humano, en diálogo con el afuera cotidiano sin necesidad de intermediarios, valga decir: del funcionamiento simultáneo de la doble faz institucional. Este gesto me parece muy acorde con el carácter alucinatorio de buena parte de la obra de Ramos Sucre, poblada de personajes que ejercitan sus poderes más allá de lo natural: emperadores, viajeros errantes, mandarines, asesinos, orates, demiurgos, reyes atribulados  o princesas enajenadas vienen en cada caso a mostrarnos, a través de monólogos o meditaciones, cómo puede diezmarse la conciencia rutinaria para ofrecernos otros territorios de alucinación, de imprecaciones  o de vaticinios inesperados. No olvidemos que Ramos Sucre, al final de su camino, se convirtió también en una suerte de personaje del mundo que creó en su literatura; un ser enfermizo y delicado en extremo, prendado hasta el delirio de una prima suya, un insomne al límite de su enfermedad; un hombre confinado por la incomprensión de su tiempo a sufrir una soledad radical que hubo de convertirse, por vías de una catarsis de la escritura, en un ideal de belleza.
Todo ello lo sabe Wafi Salih, y es quizá lo que ha deseado decirnos en este pequeño gran libro.


Gabriel Jiménez Emán

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