jueves, 20 de agosto de 2015

PARA QUE LOS DIOSES CONVERSEN JUAN NICOLÁS PADRÓN


El cuaderno de poemas de Wafi Salih El Dios de las dunas, es una imploración y una búsqueda. Desde los primeros momentos se percibe el tono de súplica y la indagación fluye hacia su pasado, al encuentro con su niñez; mas desde sus primeros versículos puede comprobarse una violencia infiltrada en esa plegaria de interrogaciones. ¿Quién será el interlocutor en esta oración y lamento por los muertos? Evidentemente estamos en presencia de una literatura alistada para la denuncia con fragmentos de un canto que parece solamente interrumpido por el fuego de la metralla. La vuelta a la infancia, el regreso a los hendibles cedros del Líbano manchados de sangre, resultan un bautismo de la memoria, el nacimiento de un mundo reconocible por una niña que recuerda y cuya unidad está sostenida por las dunas del desierto.

El agua o el café participan de un ritual de recordación que remite a las tradiciones más antiguas de su familia; la liturgia se hace visible y cotidiana en las plegarias por una inmolación sistemática; los muertos y las tumbas regresan como talismanes para dar, a la vez, sombra y luz. Las pérdidas sucesivas configuran un ser condenado a errar luchando desesperadamente por salvar la vida y no perder la identidad. La poesía de Wafi se constituye en la voz de esta lucha a favor de la luz de la pertenencia. Los ecos se multiplican en la brega contra el olvido, y nadie se cansa de nacer muchas veces, de renacer en otros sitios. La canción gemida se pare en otros lugares y siempre hay un movimiento, una huida: el viaje hacia otra parte permanece por sobre todas las estancias. Estos versos van edificando una ciudad volátil en la colina que el viento desaparece como el aire en el aire.

Las casas son tiendas y un grupo de ellas constituyen ciudades que aparecen y viajan como circo trágico. Intemperie y desamparo ha sido la patria, los itinerarios del desierto borrados por el soplo y las corrientes que componen los caminos; el país es el éter perdido que recoge las voces de una luz vencida. Solo la persistencia de la fe se inclina ante una caravana de camellos que no descansará hasta el oasis ahora bañado por lágrimas. De esta tragedia que termina nace otra, la de sus lamentaciones por haber sido una niña que salió del Líbano y llegó a Venezuela; Caracas alivió las heridas de Beirut pero el dolor profundo del desarraigo ha permanecido toda su vida. La presencia de la sombra de su pueblo se ha ensanchado hacia una gravitación que actúa no ya sobre sus palabras, sino en la oquedad de su cuerpo al que le falta un pasado donde asirse: se busca una patria definitiva.
El terruño huele a cedros del color de la sangre, y aunque su casa venezolana permita el diálogo del sol con los colores de los vitrales, resulta imposible espantar la sombra de Sabra y Shatila de cada hálito que se inspire en el recuerdo, de cada expiración de anhídrido de fuego contra los asesinos. Allí el cielo se arrodilló ante el imperio del mal y dejó que pasara todo el fuego del infierno, allí todos morimos un poco. La inocencia asesinada no tiene razón posible; ante el cadáver de un niño destrozado parece como si acabaran todas las palabras y el ser humano debería enmudecer de vergüenza para siempre, ni su civilización ni sus instituciones han servido para nada frente a esta barbarie. Habría que refundar la sociedad, repensar la filosofía y volver a empezar como amebas saliendo del agua. ¿Cuántos niños mártires se han sacrificado desde entonces?

¿Qué relación puede haber entre estos humillantes asesinatos de la especie humana con cualquier adoración a un Dios? La pólvora que mata inocentes nunca será material de salvación para ningún templo. ¿Cómo puede conciliarse la fe religiosa que siempre nace de una espiritualidad profunda con la ira y el odio incontenibles que devasta así con la metralla? El desequilibrio desenfrenado jamás ha sido bendecido por ningún Dios. ¿Qué Dios es ese que solamente tiene una espada para la muerte, cuáles son sus ángeles que siempre anuncian la desgracia? El canto de Wafi solicita la presencia de un Dios joven salvador que beba miel y ofrezca cascadas de agua mineral, ángeles de olivo y sementera que rieguen el desierto de esperanza y fertilidad. Y el reclamo aspira a que germine la vida entre los pueblos, y que los rezos a cada Dios hallen como respuesta que cada pueblo pueda poseer “un lugar bajo el sol” en paz con su vecino. 

Y más que poseer, que sea disfrutar: la idea de la posesión entraña en sí misma el germen de la discordia, pues nada se ha heredado nunca. La tierra ha sido prometida por cada Dios para un transcurrir placentero de la vida de los hermanos que la habitan sin que nadie sustente un legado tangible; solo las cosechas son diferentes: las culturas intangibles de los pueblos, las cosmovisiones y las expresiones que redimen cada día con la puesta del sol y dejan que cada noche sea una tregua fecunda para empezar otro día. Por ello Wafi sigue buscando ese país transparente, un rostro que no tiene reflejo, una ola ciega de cresta, noche solar de ninguna geografía, la inexistencia vaciada de sitio y de horas, el secreto de lo no dicho ni pensado, fuego sin humo ni cenizas. Porque la convivencia de un pueblo no tiene que ser la sobrevivencia por encima de otro; hay suficientes plazas para perdurar con el laurel y el olivo compartido, pues al final todos seremos parte de ese polvo que ahora tanto se disputa en una desproporcionada batalla de plomo contra unas piedras que sirven para defenderse. Faltan palabras pero no debe faltar la voluntad de volver sobre ellas todas las veces posibles.

La rabia que produce el dolor se desborda en emociones sinceras y la denuncia nunca es suficiente ante el silencio cómplice de los que tienen el cinismo de taparse los oídos y mirar hacia otra parte. Hacen falta palabras precisas para quienes pueden detener el genocidio, y ojalá que detrás de estos versos que acusan torrentes de sangre, el estruendo de las explosiones y el temor por el siguiente estallido, se escuchen las palabras necesarias para conmover alguna fibra humana y movilizar el pensamiento hacia la sensatez. Bajo ciertas frases se siente el incendio de una insoportable asfixia ante la incapacidad para expresar en toda su anchura el pesar de la angustia, pues los poetas no saben hacer otra cosa que enunciar la fiereza con palabras, pero en ellas hay suficiente cordura para apelar a sentimientos que ningún documento llega. Será difícil sanar cicatrices de una infancia interrumpida, mas Wafi siempre habla bajo, con la emoción del recuerdo, y acude a los símbolos salvadores de las tradiciones de su pueblo, para hallar en la lucidez de sus figuras emblemáticas la simiente redentora de la razón.

La agonía de no pertenecer a ningún lugar sigue siendo esa mudez pendiente que subyace en no pocas imágenes del texto, como seguramente pudiera ser el anhelo pospuesto para un pueblo que apenas ha obtenido un pedazo de desierto frente al mar para vivir. El vértigo producido por ese abismo de hacinamiento emerge hasta en los regocijos, como si esa desventura estuviera anclada al ser. Y cuando los problemas sociales están pendientes, el exterminio se justifica de manera cínica con el apoyo de los poderosos del mundo; pero esa vía pertenece a la horda, y por ello el poemario exige la briosa condena repetida como un clamor obsesivo. El terror sufrido no solo constituye una manera directa de denunciar las masacres, sino una aletargada pesadumbre nocturna que se arrastra más allá del hecho y se prolonga en la cólera, enrareciendo la atmósfera que sigue al olor de la pólvora muchos años después, y regresa como círculo oscuro a sumar tinieblas de desasosiego, prolongando el miedo más allá del pánico vivido por varias generaciones.

Por eso el crimen se ha cometido varias veces y el verdugo continúa castigando: la solución ha quedado pendiente, postergada. Y si en realidad vuelve otra vez a castigar el verdugo a nuevos Sabras y Shatilas reales, la plegaria de este poemario cobra más que nunca un registro de vigencia espantosa, porque ahora más que nunca se precisa  que esta oración llegue hasta el mismo cielo y retumbe en todas las puertas y resuene en la dignidad de cada dios, ya que no ha calado en la de los humanos que siguen permitiendo estas matanzas. La navaja húmeda todavía tasajea; las palabras no están sirviendo para casi nada aquí en la tierra, a pesar de haber sido una vez el estandarte de los pueblos. Imposible traspasar el holocausto de un pueblo a otro. El Dios de las dunas y todos los dioses están en la obligación de conversar. El interlocutor de Wafi es Dios, y su apelación es enérgica y definitiva; confía en que, lo antes posible, ellos regresen a las palabras.


Enero de 2009                  



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