Ramón Ordaz.
Wafi Salih: Querida y distinguida
poeta, no sé por dónde empezar; son
dones del misterio, tal vez; resurgencia de un espíritu común que deja en
nuestro puerto equipaje tan delicado, más comprometedor aún cuando no somos
aduaneros, sino, como tú, pasajero también de esas islas del hombre, las
palabras. Debo decirte que los títulos de tus libros son conmovedoramente
poéticos, sobre todo Las horas del aire y Pájaro de
raíces. Quisiera leerlos, por lo que te agradezco me los envíes. Si
están agotados, hazme llegar aunque sea una fotocopia. ¡Qué decir de El
dios de las dunas!, otro hallazgo de título y, gracias a que he podido leer
los fragmentos que me enviaste, he asistido al encuentro de una poesía
deslumbrante. El poema en prosa en Venezuela ya
tiene una sólida tradición, propiciada ésta a partir de las tres joyas
literarias que nos dejó José Antonio Ramos Sucre y en cierto modo el poeta
Ramón Hurtado, a quien nuestra palabra prepara un homenaje. Hemos leído buena
parte de lo escrito como poema en prosa en nuestro país,
digamos, entre otras, la Antología que preparó el desaparecido Julio Miranda;
sin embargo, debo decirte, sin que de por medio haya el clásico bombo, que la
factura de los tuyos me resulta impactante; tu voz se mueve con soltura, gracia
y acendrado lirismo en la iluminada franja del poema en prosa.
Ignoro qué hay en tus libros
anteriores, pero en El dios de las dunas advierto
una definición de tu poesía; esa distancia objetivada que busca mostrar aristas
del prisma del ser. ¿Cómo abordar, criatura, esos poemas lacerantes? Son tuyos,
es lo terrible, porque transita por ellos la llama viva de tus antepasados.
Todo abordaje se desvanece ante la imponencia de esa voz recóndita que
evidencia los nexos con ancestrales raíces. Tus poemas en prosa doblegan
la mirada del lector, conducen a pedir permiso ante un posible juicio, porque
has creado, Wafi, un clima lírico, esa distancia especular que irradia toda
poesía. Cada fragmento de El dios de las dunas es un
desafío de la palabra poética. Si alguien está tras las huellas de Ramos Sucre
en Venezuela, esa eres tú en estos textos. Tensos, bien ceñidos, tus poemas
descorren un velo al visitante que absorto queda ante infranqueables columnas y
una voz resonante que emerge desde las profundidades del cosmos interior.
Imágenes fuertes, concatenadas al soplo de las urgencias de nuestro tiempo.
“¿Quién ha roto el aire?” . Una señal del trígono Aéreo de la Casa de
Géminis. El poema imprimiéndose en vastas constelaciones; pero lanzado a la
página, cautivo en ella como irremediable pasión. El aire es libre, pero en él
oprime; escuece, tal vez, el inevitable tránsito nuestro por el maleable,
metamórfico territorio de El dios de las dunas: “Comienza
el incendio del aire pájaro de la forma desnuda es espacio habitado por el
fuego” Dios purificador, el fuego es una de esas formas infinitas de
la manifestación de Dios; autónomas formas de expresión, mientras el hombre,
agotado en la vastedad de sus propias palabras muerde el polvo de todas las
derrotas. Dices: “¿Cuál óxido hizo carne mi fe?” y la
respuesta sobreviene de ti, de la exhausta esperanza de los antepasados en una
ritual fantasmagoría que ironiza al tiempo devorador: “Sobre la
alfombra desliza el mundo la costumbre ancestral de calmar en el humo del café
la eternidad derrotada del insomnio”. Impera, entonces, el desaliento
y cabizbajos, sin horizonte la mirada, nos vemos transcurrir milagrosamente por
este presente y volvemos a esa constelación de incendios que contiene cada
poema tuyo. Como de entre Las formas del fuego ramosucreano,
se instaura enérgico el gong de tu palabra, implacable, desahuciado ante
destinos inevitables. Y te cito de nuevo: “¡Herida de estar aquí!,
invisible, vuelta a mi, fatigo el discurso del aire, la imposible risa en la
ola elástica de sus lágrimas, donde disputan los perros los restos de la noche,
como una carta escrita para nadie”. Vuelve el aire, virginal aire
geminiano bajo la potestad de un yo que busca escurrirse, lleno de soledad huir
hasta del comercio de los hombres como Timón de Atenas, como Ramos Sucre.
La dualidad, la numinosa como
castigadora dualidad está en la entraña de El dios de las
dunas. Inconcebible un dios oscuro, inerte, frío, muerto; todo
dios emite luz, no importa que enceguecedora, fulminante. Todos dios es dios de luz en la
batalla de los ángeles y, aunque haya sido derribado como Lucifer, algo parece
indicar contrariamente que hay más luz en los ínferos que en los cielos. Luz,
al fin, El dios de las dunas exhibe su refracción, su
fallida ascensión al reino de los hombres. Su patética luz no une, sino que
escinde; muestra de tajo la partición del mundo. Dicen que Mahoma cercenó la
luna en dos. El dios de las dunas no tiene Meca ni templos, pero nada impide
que arroje las monedas de la discordia en esos descampados donde alguien, una
penitente poeta, enciende sus oraciones con la llama de la poesía. Géminis
lleva el escozor de esas heridas. De su seno vienen los irritantes
extremos: “...el velo de sal flotante entre cielo y desierto”; “Noche
en dos pedazos, Dios mutilado por su distancia”; “los pies fijos sobre la
alfombra de la tienda de Omar y Alí”; “Allí, Gemela, luz y sombra, en otra con
este cuerpo mío, desde antes de nacer...”.Entronización del mito universal
de los gemelos que desde Cástor y Pólux, Simeón y Leví hasta el nahualismo
americano patentizan esa identidad conflictiva de lo dual. Nos impregnamos de
Beirut, ayunamos durante el Ramadán, invocamos a Ismael, a Mahoma y sus mujeres
hasta la agraciada Fátima, en este singular peregrinaje de la poesía, mientras
la sed tantálica nos sumerge en el agua que “lee el ébano profundo” y
nos sobrecoge la nostalgia porque “La casa de los jazmines sufre la
melancolía de los pájaros ciegos” bajo el hechizo de ese nervio particular
tuyo, vaso comunicante con la poesía de Ramos Sucre. No descansa el ejercicio
de volver sobre tus poemas, leer en tu sangre, nuestra sangre –“rubí
sin matices” que “dimensiona un retórico esplendor suicida”- y
esto, querida Wafi, exige de nosotros recuperar los engranajes de todas las
palabras perdidas.
No es nada gratificante vivir
escindido; tolerar la apariencia de unidad para, poder así, lograr la virtual
inserción en el universo de los otros. Por suerte la vida no reserva a todos un
mismo destino y valga aclarar que la muerte no es un destino, es un final.
Desde el más vulgar de los itinerarios hasta la más ornamental o pobre
hacienda, el destino se mueve entre lo posible y lo probable. En ese ínterin,
en unos más, en otros menos, la conciencia de sí, el surgimiento del espíritu
crítico que abomina de la masa y asume su soledad de corpúsculo, de errante
materia, ocurre que se desgarran, se vuelven jirones desde la deshumanizada
modernidad todos los supuestos de felicidad que secularmente ha prometido la
tradición judeo-cristiana-islámica, por tan sólo citar las más cercanas a
nuestra pertenencia cultural en Occidente. ¿Cómo negar que somos herederos de
las tres? ¡Qué poblada soledad la nuestra en estos escenarios! División,
subdivisión desde el protozoario hasta esa compleja química pluricelular del
hombre moderno, que poco o nada los distingue en su origen biológico. Los
conocimientos, la ciencia y la tecnología no son más que excrecencias; igual se
diría de la perla respecto a la ostra, del diamante respecto al carbón, de las
islas oceánicas respecto a los litofitos. Excrecencias, excrecencias. Entre una
y otra escisión u otredad, cursa como milagro y redención el espíritu, la
poesía. Si Géminis padece, padecemos con él; al fin y al cabo, mitad de mitades,
la ruina siempre es inminente. Sorprende que el signo menos solitario del
horóscopo nos evidencie más bien, luz en las oscuridad planetaria, la prístina
soledad de los otros.
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